Dicen que el invierno también es bonito. Que la lluvia es romántica (yo creo que sólo en Midnight in Paris de Woody Allen) y que el frío tiene su encanto. No logro sentir la emoción de ese supuesto encanto invernal. Concedo la sorpresa infantil que nos provoca la nieve, sobre todo a los que no podemos verla más que en películas o en viajes, dos formas de fantasía. Pero para mí la vida humana plena nació con el calorcito, o en todo caso con la suave templanza de la primavera, que a fin de cuentas es la esperanza del buen tiempo. No en vano la civilización occidental nació en aquel rincón cálido del Mediterráneo extendido hacia el Oriente. Y por eso, tal vez, el ser humano empezó a serlo en África.
Por eso, el mal tiempo en vacaciones tiene ese punto de mala suerte, de inesperado paréntesis en el disfrute. Lo soportamos porque al ocurrir en verano siempre esperamos que sea una cosa pasajera, y que el sol termine reclamando, y conquistando su territorio natural. En esas ocasiones, hasta le podemos encontrar su mijita de gracia, con los turistas en chanclas y ropa ligera corriendo sorprendidos por el agua y el viento fresco. Estas pasadas vacaciones de septiembre, un mes propicio a que el invierno haga incursiones preparatorias, la lluvia, y en algunos casos un inesperado frío, nos visitó en casi todas las etapas del viaje a nuestro lado oriental de Europa, por otra parte bendecido con un buen tiempo en general. Nos ocurrió en la sorprendente y de moda Milos, nos volvió a ocurrir de manera torrencial en el Este de Creta, en el paraíso de Kato Zakros cuando estábamos en la playa. Christóforos, el jovial dueño de la maravillosa taberna Nostos, nos aseguró que hacía 17 años que no llovía de esa manera.
Era más normal en Estambul, tan visitada por la lluvia, donde el agua insistente en los dos últimos días nos fastidió dos veces una prevista visita al lado asiático de la impresionante ciudad. Pero le encontramos también la belleza a la silueta humedecida de la Mezquita Azul, y agradecimos más el tranquilo refugio del Museo de los Mosaicos, y el descubrimiento del vecino y precioso barrio de Cankurtaran, con sus casas de madera y colores, casi un barrio suizo o nórdico.
Sólo en la preciosa y blanca isla de Paros el cielo permaneció azul todo el tiempo. Pero en nuestra amada Mykonos de final de septiembre, el agua ya no tuvo piedad. Ni siquiera nos permitió visitar nuestra playa favorita, Paranga, ni degustar los estupendos mejillones de su Taberna Tassos. Pero claro, es que en Mykonos la amabilidad de la familia del Hotel Damianos, los abrazos de nuestros amigos y la belleza de su capital, Hora, siempre vencen. Incluso a las más terribles tormentas y nubes amenazadoras.